Vivo algo extraordinario en un castillo del SXVI del sur de Inglaterra y la mejor historia que traigo a Argentina es la de salir de ahí e ir a un shopping a comprar un celular Samsung.
Contexto. Hace un mes viajo invitada a un evento sobre temas de comunicación y energía eólica de un organismo de gobierno británico. Mi marido Esteban acompaña y durante los tres días que estoy ahí él pasea en bicicleta por pueblos y sierras de la campiña inglesa. Al terminar el evento vamos juntos a Londres. Una experiencia común y corriente para una pareja de empleados como la nuestra. Llevaremos regalos.
Vamos al centro comercial Westfield. Una mole rectangular con entrada por Louis Vuitton, pasando por North Face, Adidas y una concesionaria Tesla. Buscamos un celular de precio medio para nuestra hija Tona (14) y en el mapa —el shopping tiene mapas para no perderse— dice que en el primer piso hay una tienda oficial de Samsung. Hacía ahí vamos. Nos recibe una chica de veinticortos con un pañuelo negro en la cabeza. Una shayla o tal vez —como averiguaré después— una hiyab igual a la de ¿un cuarto, un tercio? de las mujeres que veo caminar por las calles de Londres. Nunca voy a saber cómo se llama, pero su don de buenas para vendernos un celular con el que Tona se limará los sesos a base de dopamina será inolvidable.
Por temas de seguridad, para poder usar el teléfono en Argentina hay que hablar cinco minutos con una persona que viva y tenga línea acá en Reino Unido. ¿A quién llamar? ¿Al recepcionista del hotel y pedirle que nos aguante cinco minutos? No. Tengo algún conocido en Londres, ¿pero qué le voy a decir, «hola, no te veo hace 10 o 15 años, estoy acá y ni te aviso, pero necesito que hables conmigo»? Tampoco. La vendedora de Samsung ofrece una solución.
—You can talk with my brother —dice.
Pronuncia un inglés nativo y ofrece configurar el teléfono hablando con su hermano. Entiendo sin esfuerzo su idioma cálido y de pronto, uy, algo se abre. La vendedora de Samsung me libera de la ansiedad y autoexigencia maníacas que tuve los días anteriores en el castillo (y también las semanas previas al viaje) al verme entre expertos angloparlantes en un salón de reuniones que tal vez cinco siglos antes había sido un salón de baile del período renacentista. Acá en Samsung entre tablets y Galaxis descubro que ya pasó y que semejante experiencia, listo, queda.

Esteban arranca los cinco minutos de charla por el nuevo teléfono con el hermano de la vendedora. Después me lo pasa a mí. No hablamos cinco, hablamos ocho minutos. El hermano es electricista (“He is good at talking”, dice ella) y sí que conversa porque pregunta cómo estamos Esteban y yo, Messi y los campeones del mundo. Sé su nombre, pero no lo entiendo y menos sé pronunciar. Lo despido balbuceando «Thanks, Jhebghée».
Al cortar, el celular por fin está listo para ser usado por Tona en casa en Bahía Blanca. Es un Samsung Galaxy A25 5g y cuesta 180 libras, unos 240 dólares, la mitad que en Argentina.
No es que me voy a dar cuenta después que la vendedora de Samsung es especial, lo sé ahora mismo acá en este shopping a tres locales de Zara. Soy conciente que tengo abierto el portal de agradecimiento, el mejor canal espiritual que puede tener una vida como la mía (y tal vez cualquier vida) y que como exagerada que soy puede ser un problema, porque sé que me puedo poner rara.
-Thank you so much, you are so kind –digo al despedirme; ojalá pudiera decirlo en español, pienso, agradecería mejor.
Esta historia termina en Argentina con la cara de Tona recibiendo un celular nuevo con la recomendación de que por favor lo cuide, por el costo y por su salud mental, desde ya, pero sobre todo porque lo vendió una persona de unos pocos años más que ella que lo configuró de manera exquisita. Alguien que por un rato me puso a mí y al propio teléfono, bueno, por qué no, en conexión con la gracia.

Siempre impecables tus relatos Maru. 👏🏻😍💪🏻
Que experiencia Maru. Es fascinante. Me alegra muchisimo que la hayas tenido.